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domingo, 5 de junio de 2011

Capítulo I Las causas de los Fenómenos Extraordinarios.f) Profecía. Cuestión 172

Curso de Capacitación Pneumatológica
Capítulo I Las causas de los Fenómenos Extraordinarios
 (Continuación)

Naturaleza de las gracias <gratis dadas>
f)       Profecía.
Cuestión I72.— 7)       Como la profecía propiamente dicha se refiere a los futuros continentes, que escapan en absoluto a toda previsión humana, es imposible que tenga una causa puramente natural. Sólo puede verificarse por divina revelación (a.I).
8)       La revelación profética tiene por autor principal al mismo Dios; y llega a los hombres por medio de los ángeles, como ministros de Dios (a.2).
9)      No se requiera para la profecía ninguna disposición previa natural. Se infunde a los hombres por la sola voluntad del Espíritu Santo (a.3).
10)    Aunque por la maldad de costumbres y el desorden de los afectos se pongan un gran impedimento a la profecía , puede, sin embargo, existir en un sujeto privado de caridad, toda vez que afecta al entendimiento ( no a la volunta, como la caridad) y es infundida por Dios para utilidad de los prójimos, no para la santificación propia (a.4).
11)    El demonio no puede ser la causa de una profecía propiamente dicha, porque el conocimiento de los futuros contingentes trascienden y rebasa las fuerzas del entendimiento angélico, siendo propio y exclusivo de Dios (a.5).



(33) Cf. BERAZA, De gratia Christi n.23.
(34) Cf. II-II, I7I-74.

12)    Sin embargo, los falsos profetas, inspirados por el demonio, dicen a veces alguna verdad. Ya porque es imposible un conocimiento totalmente falso sin mezcla alguna de verdad, ya por especial disposición del Espíritu Santo, como en el caso de Balaam. Y así aquello verdadero que dicen procede del Espíritu Santo (a.6 c et ad I).

Cuestión I73.— 13)     Las cosas que conocen los profetas no las perciben contemplando la esencia divina; sino en ciertas semejanzas, reflejadas como en un espejo y percibidas por divina ilustración (a.I).

14)    La revelación se hace a los profetas a veces por simple iluminación de su entendimiento, y otras veces por nuevas especies infusas u ordenadas de otra manera (a.2).

15)    La visión profética no siempre se hace con abstracción de los sentidos, o sea de tal manera que el profeta nada perciba por sus sentidos externos; sino solamente la que se verifica en sueños o en la contemplación de las cosas divinas por especies imaginarias, para que no se confunda con lo que se esta percibiendo exteriormente (a.3).

16)    Como los profetas son movidos por el Espíritu Santo, como instrumentos deficientes con respecto al principal agente, no es necesario que los profetas conozcan todas las cosas que el mismo Espíritu Santo intenta manifestar en sus visiones, palabras o hechos proféticos (a.4).

Cuestión I74.— 17)     La profecía se divide convenientemente según la divina predestinación, la presciencia y la conminación (a.I).

18)    La profecía que se hace por visión intelectual es mucho más excelente que la verificada por visión imaginaria por semejanza de las cosas corporales (a.2).

19)    Los grados de la profecía propiamente dicha hay que establecerlos según las diferentes clases de visiones imaginarias; no según las visiones corporales (por defecto) ni según las intelectuales (por exceso) (a.3).

20)    Entre todos los profetas del Antiguo Testamento, Moisés fue el mayor en absoluto (simpliciter); lo cual no impide que otros fuera mayores en determinado aspectos (secundum quid) (a.4).

21)    Como la profecía incluye en si la visión de alguna verdad sobrenatural lejana, síguese que no hay lugar para ella entre los bienaventurados (a.5).

22)       La profecía, en cuanto se ordenaba a la manifestación de la fe, creció con la sucesión de los tiempos; pero en cuanto por ella se dirigía el género humano en sus obras, no convenía que se diversificara según los diversos tiempos, sino según la condición de los negocios (a.6).

          Es imposible determinar con mayor precisión, claridad y exactitud todo o referente a esta gracia extraordinaria de la profecía que la expresada en las anteriores conclusiones del Doctor Angélico. Ellas no darán la clave para juzgar de la verdad o falsedad de las profecías que se registran con frecuencia en las historias de los verdaderos y falsos místicos.

g)      Discreción de espíritus.— Es la facultad de distinguir los verdaderos de los falsos profetas; el espíritu bueno, del malo; las inspiraciones de Dios, de los engaños del demonio; las mociones de la gracia, de los simples movimientos de la naturaleza.
         
Este don de discreción de espíritus se confería ordinariamente, en la primitiva Iglesia, junto con el don de profecía; de tal forma, que la exhortación de un profeta era juzgada por los demás profetas en virtud de su don de discernimiento. La discreción de espíritus debe considerarse, pues, como un complemento de la profecía para precaver sus peligros.

San Felipe Neri, San José de Supertino, M. Olier y sobre todo Santa Rosa de Lima y el santo Cura de Ars poseyeron este don en grado eminente, como veremos en su lugar (cf. N.808ss).

h)              Don de lenguas.— Es la <<glosolalía>>, o don de lenguas, que se presenta bajo diversas formas. Consiste ordinariamente en un conocimiento infuso de idiomas extranjeros sin ningún trabajo previo de estudio o  ejercicio. El prodigio se verifica en el que habla o en los que escuchan, según que se hable o que se entienda una lengua hasta entonces desconocida. Pero a veces el milagro toma un carácter todavía más maravilloso: mientras el orador se expresa en un idioma extranjero, los oyentes le escuchan en el suyo propio, completamente diferente; o lo  que es todavía más prodigioso: hombres de diversas naciones escuchan, cada uno en su propio idioma, lo que el orador va diciendo en uno solo completamente distinto (35).

Esta <<glosolalía>> alcanzó su máximo exponente en la mañana de Pentecostés cuando los apóstoles empezaron a publicar en diversas lenguas las grandezas de Dios (Act 2,4). Es también muy extraordinario el caso de San Vicente Ferrer.

i)             Interpretación de lenguas.—Este don fue en la primitiva Iglesia un complemento del anterior. Ocurría con frecuencia que las palabras proferidas mediante el don de lenguas no eran entendidas por los oyentes, por realizarse el fenómeno sólo en el que hablaba. De donde se hacía necesario otro don para interpretar aquellas palabras extrañas. Consistía pues, este don en la facultad de exponer en lengua conocida las cosas proferidas en lenguas extrañas mediante el don de lenguas. Esta facultad acompañaba súbitamente inspirado por el Espíritu Santo. Los que poseían este carisma solían llamarse “intérpretes”, y su oficio era interpretar a los glosólalos, exponer públicamente las epístolas de San Pablo o de otros y traducirlas a otros idiomas.

             Tales son las maravillosas manifestaciones gratuitas del Espíritu Santo tal como las concebía el Apóstol. Evidentemente no fue su intención enumerarlas todas y es probabilísimo que en la práctica existan muchas más. Sólo nuestro Señor Jesucristo las poseyó todas por modo eminente y en forma de hábitos permanente  que podía usar a su arbitrio (36). En los santos no se encuentran sino con reservas y alternativas (37); nunca o rarísima vez en forma habitual.

            Más adelante, al estudiar los fenómenos místicos en particular, veremos el papel importantísimo que en la explicación de tales hechos habrá que conceder a las gracias gratis dadas. Pero antes es preciso que digamos dos palabras sobre las otras dos causas que pueden producir fenómenos aparentemente místicos: la simple naturaleza y el demonio.





(35) Cf. II-II, I76
(36) Cf. III, 7,7.
(37) Cf. LÓPEZ EZQUERRA, Lucerna mystica tr.4 c.I n.8




LAS CAUSAS PURAMENTE NATURALES

En este artículo—como en el anterior—examinaremos el problema desde un punto de vista general, reservando la explicación del papel que la naturaleza  puede desempeñar en cada caso al estudiar los fenómenos místicos en particular (38).

1.           Importancia y dificultad de esta materia.—“Es evidente que la naturaleza, en el hombre particularmente, puede ofrecer anomalías y fenómenos sorprendentes, que confinan, al menos aparentemente, con los prodigios sobrenaturales; y este parecido lleva consigo el peligro, tan grave como frecuente, de confundir estos dos órdenes, tan diferentes en realidad.

Es, pues, cuestión de importancia capital señalar ese peligro, conocer sus causas y formas diversas y formular reglas precisas y exactas para evitar o prevenir las ilusiones.
La dificultad de discernir lo sobrenatural de lo natural es a veces muy grande. Lo sobrenatural empieza donde lo natural acaba. Si estos límites, que marcan el punto final de la naturaleza y la entrada en escena de una fuerza superior, estuviesen netamente definidos y perfectamente caracterizados, la confusión entre los dos órdenes seria imposible y no habría lugar para estudiar aquí los fenómenos naturales que puedan parecerse a los místicos. Pero como, por desgracia, aunque es cierto que la naturaleza tenga sus leyes fijas y reconozca fronteras que no le es permitido traspasar, el conocimiento imperfectísimo que tenemos  de la potencia intrínseca de los seres naturales y de sus condiciones exteriores de acción nos expone a grandes perplejidades e incluso a incurrir  en verdaderas equivocaciones y engaños sobre las auténticas fronteras que dividen y separan los dos mundos el natural y el sobrenatural” (39),
Si a esto añadimos que muchas veces se presentan las dos cosas juntas o mezcladas, presentando un mismo fenómeno aspectos puramente naturales y otros francamente sobrenaturales, la dificultad sube de punto y llega a su paroxismo, requiriéndose en la práctica extraordinaria habilidad y cautela para acertar a distinguir lo natural de lo sobrenatural y el oro del oropel.
De todas formas es preciso no exagerar.  Un espíritu culto, reflexivo y atento encontrará siempre en todo caso datos suficientes para poder formular su diagnóstico con todas las garantías de acierto. No sabemos ciertamente todo lo que puede la naturaleza, pero sabemos ciertísimamente lo que no puede de ninguna manera.  En la mayoría de los casos bastará  estudiar atentamente el fenómeno producido, con todas sus circunstancias y efectos, para poder discernir con las máximas garantías de seguridad si se trata de algo puramente natural o si es necesario  buscarle una causa más allá del mundo de lo sensible o en que proporción se mezclan lo natural y lo sobrenatural. En este examen y diagnóstico es preciso evitar con el mayor cuidado dos extremos igualmente viciosos: transformar continuamente lo extraordinario en sobrenatural y empeñarse en no ver nunca sino efectos y manifestaciones de las fuerzas ocultas de la naturaleza.

2.           Causas principales de los fenómenos de orden natural.—Dejando a un lado los pseudofenómenos producidos por la impostura y el engaño -no es ése el objeto de nuestro  estudio  y  son,  por  otra  parte,  los  más  fáciles  de descubrir para un técnico en la materia-, cuatro son las principales fuentes de esta clase de fenómenos puramente naturales:

                                 1.ª    Elementos de orden fisiológico.
                                 2.ª    La imaginación.

(38) Hemos consultado, principalmente las siguientes obras: RIBET, La mystique divine t.4 (PARIS 1903); MÉRIC, L’imagination et les prodiges (PARIS 1927); DR.mT: Pood, Los fenómenos misteriosos del psiquismo ; DR. SURBLED, La moral en sus relaciones con la medicina (Barcelona 1937); DR. HENRI BON, Compendio de medicina católica (Madrid 1942); GOERRES, La mystique divine (PARIS 1861-62)
(39) RIBET, a.c., t.4 c.1 n.1-2



                                 3.ª    Los estados depresivos del espíritu.
                                 4.ª    Las enfermedades.

                      Vamos a decir dos palabras sobre cada una de ellas.

1.ª   ELEMENTOS DE ORDEN FISIOLÓGICO.—Sin llegar a los excesos de la escuela criminológica de Lombroso—que hace de los delincuentes otros tantos enfermos al proclamar la doctrina de que la conducta del hombre es el resultado fatal de sus tendencias innatas, a las que es imposible resistir--, es preciso reconocer que el temperamento, o sea, “la naturaleza física del hombre o el conjunto de sus inclinaciones innatas modificadas  por el medio ambiente(40)juega un papel muy importante en la trama complejísima de la psicología humana.
La explicación de este hecho es preciso buscarla en las relaciones estrechísimas que existen entre nuestro cuerpo y nuestra alma. Sustancias incompletas, ordenadas el uno a la otra, se unen en un todo sustancial para constituir nuestro yo único. De ahí la constante y mutua repercusión del elemento somático sobre lo psíquico y de este sobre aquél. Una noticia inesperada recibida de pronto en nuestro entendimiento, hace latir fuertemente nuestro corazón; una ligera anomalía en el funcionamiento de cualquiera de nuestros órganos vitales es capaz de trastornar nuestro espíritu, incapacitándolo para el desempeño expedito de sus funciones.
De ahí la necesidad de atender cuidadosamente al elemento físico—psíquico del paciente  cuando se trata de buscar las causas de los fenómenos místicos de dictaminar sobre su verdad o falsedad en un caso determinado.
Hablando el cardenal Bona de las visiones y revelaciones y formulando reglas para discernir las verdaderas de las falsas, recomienda examinar con toda escrupulosidad y exactitud la constitución corporal del paciente, a causa de la influencia que puede ejercer en la producción de esos fenómenos. Escuchemos sus palabras:

      “Hay que considerar la constitución del cuerpo, de la cual dependen la mayor parte de las inclinaciones del alma. Por lo mismo pueden ser engañados fácilmente los que gozan de poca salud, los que poseen una imaginación alborotada y vehemente, los que abundan en algún humor (atrabile) que suele trastornar la fantasía imprimiendo en ella las imágenes de los sentidos alterados, de tal forma que creen soñar despiertos y hasta ver y oír lo que ni con la vista ni el oído perciben” (41).


Echemos ahora una rápida ojeada a los principales elementos de orden fisiológico que más de cerca pueden influir en la producción de fenómenos aparentemente místicos: el temperamento, el sexo y la edad (42).

a)              El temperamento (43). —De todos los temperamentos fisiológicos, el melancólico es el más propenso y expuesto a las ilusiones místicas. Recuérdense las páginas que le dedica Santa Teresa poniendo en guardia a las prioras sobre la admisión o conducta que deben observar con las monjas (44).


(40) J.GUILBERT, El carácter p.94-5.
(41) CARDENAL BONA, De discretione spiritum c.20 n.3
(42) Cf. RIBET, o.c., t.4 c.3, cuyas palabras traducimos, a trechos literalmente.
(43) Hemos hablado largamente de él en otro lugar (cf. N.640ss).
(44) SANTA TERESA, Fundaciones c.7.


Por su misma naturaleza, el melancólico tiende a la concentración de su espíritu y a los extravíos de la imaginación. Se comprende perfectamente que, llevada hasta el exceso, la abstracción de las cosas exteriores tenga cierto parecido con el éxtasis y que la vivacidad de las imágenes suscitadas en el espíritu haga creer en visiones y revelaciones sobrenaturales.

El temperamento nervioso, en el que predomina la impresionabilidad y el movimiento, puede dar lugar a las mismas ilusiones.  Las conmociones inesperadas y profundas imprimen una sacudida brusca en la imaginación, la exaltan y la muestran por todas partes, en el desconcierto de sus imágenes, lo extraordinario y sobrenatural; divino o diabólico, triste o alegre, según las circunstancias.

El temperamento sanguíneo, amigo del placer y ávido de caricias, se inclina por su propio peso a las dulzuras místicas, a las suavidades espirituales y, por lo mismo, a todas las ilusiones de la vida activa y sentimental.

No se debe exagerar.—Claro está que del hecho de que estas tendencias somáticas exponen al error sería absurdo concluir que las gracias místicas verdaderas no se encuentran jamás en las complexiones que acabamos de señalar. Dios no toma consejo para derramar sino a su misericordia y a su bondad.  Los deseos y anhelos de la naturaleza no pueden elevar a estas alturas del mismo modo que las dificultades temperamento no impiden alcanzarlas cuando le place a Dios comunicarlas. Santo Tomás proclama esta doctrina al hablar de la profecía -lo hemos visto más arriba (45)-, y otro tanto se debe decir de todas las demás comunicaciones sobrenaturales. La historia de las almas admitidas a estos favores de la divina gracia atestigua claramente que Dios sabe acomodarse a las más diversas complexiones, y que ninguna de ellas puede representar un obstáculo insuperable a Aquel que con sola su voluntad pudo sacar todas las cosas de la nada.


b)              El sexo. —Otro de los factores somáticos que es preciso tener en cuenta al dictaminar sobre fenómenos real o aparentemente místicos es el referente al sexo, ya que, en igualdad de circunstancias, las mujeres están más predispuestas a la ilusión. Su organización nerviosa, delicada, afectiva, las hace más accesible al sentimiento que a la razón, más a la pasividad que al dominio de sí mismas. Mucho más puras que el hombre—cuando son puras--, van a Dios  con un impulso más fácil; y débiles inconstantes, insaciables de emociones, ¿qué extraño es que hagan a veces de la piedad un asilo y un apoyo para fomentar toda clase de ilusiones espirituales?  Por eso, todos los maestros de la vida espiritual recomiendan la propensión a la desconfianza cuando se presenten los primeros síntomas de fenómenos extraordinarios en almas femeninas cuya virtud acrisolada no esté ya fuera de toda duda por una larga experiencia de dirección espiritual. Es preciso mantenerse en guardia contra sus impresiones, insinuaciones y relatos, y no pronunciarse sobre la naturalidad de sus fenómenos sino después de maduro examen y de las pruebas más convincentes. Santa Teresa tiene observaciones atinadísimas hablando de este delicado asunto; “harta experiencia de ello (46).
No obstante, es preciso añadir a favor del sexo débil que estas desventajas puramente somáticas están contrapesadas en la mujer por una abnegación y generosidad en el servicio de Dios incomparablemente superiores a las del varón. De hecho, todos los autores se ven obligados a admitir que a ellas les corresponde la mejor parte en la distribución divina de las gracias místicas. Quien negara este hecho pondría de manifiesto su ignorancia de la historia de la espiritualidad cristiana.


(45) II-II,172,3.
(46) Cf. SANTA TERESA, Fundaciones c.8

c)           La edad. —En fin, independientemente de su constitución íntima o temperamento y de las influencias del sexo, el  organismo humano acusa fuertemente las vicisitudes de la edad. La infancia y la vejez son los períodos de máxima debilidad. Al principio de la vida, el cerebro, demasiado tierno todavía, recibe las impresiones con una vivacidad excesiva, que, unida a la inexperiencia, sabe dar muchas veces cuerpo  real a representaciones puramente imaginarias.  En el declive de la vida, el órgano corpóreo que la Providencia puso al servicio de nuestra vida intelectual escapa con frecuencia al imperio de la voluntad, y la impotencia o dificultad de razonar hace tomar por realidades las imágenes vacilantes del espíritu.  Los primero impulsos de fervor exponen también a los adolescentes y novicios a toda clase de ilusiones haciéndoles tomar por manifestaciones sobrenaturales las conmociones de un organismo impetuoso y las vivas pinturas de una imaginación sobreexcitada.
         De todas formas, ninguna edad está excluida de las comunicaciones místicas. Niño todavía el casto José entrevé bajo una forma simbólica su futura grandeza (47), y el patriarca Jacob, anciano decrépito, despliega ante los ojos de sus hijos los misterios del porvenir (48). Samuel y  más tarde Daniel reciben desde su infancia la misión profética, y la ejercen hasta edad muy avanzada (49); y a San Juan Evangelista, anciano desterrado en Patmos, se le confían los secretos del Apocalipsis y la redacción de su sublime evangelio (50). La historia de los santos no es sino una gloriosa confirmación de los precedentes escriturarios que acabamos de señalar.

2.ª     La imaginación (51).—La segunda fuente puramente natural de donde emanan gran parte de los fenómenos pseudomísticos es, indudablemente, la imaginación del paciente.

Es la imaginación una de nuestras facultades más fecundas. Tiene a su disposición el formidable poder de evocar los fantasmas pasados, de crear nuevas imágenes, de separar o juntar los elementos de las cosas, de multiplicar los seres coloreándolos con exquisito lujo de matización. Facultad mágica que, siendo puramente corporal y orgánica, confina, no obstante, con el mundo de los espíritus; que sabe espiritualizar los cuerpos y materializar los espíritus; lazo misterioso de unión entre los dos mundos, en que la naturaleza del hombre se refunde en la unidad y la armonía.

El cerebro es el órgano e instrumento de la imaginación y de la memoria sensitiva, como lo es también del sentido común y de la facultad estimativa (52). Y como, en el estado actual de la naturaleza humana, nuestro entendimiento necesita de los fantasmas de la imaginación como  único modo connatural de conocer, se comprende fácilmente que según que el cerebro, órgano de la imaginación, esté más o menos sano y dispuesto, la vida intelectual se ejercerá con mayor o menor regularidad y perfección. La imaginación, más que ninguna otra facultad orgánica, se resiente de las menores alteraciones del organismo; y si el cerebro escapa al imperio de la voluntad, las imágenes van y vienen como las hojas de un libro abandonado al capricho del viento: unas veces vivas y ardientes como las más concretas realidades; otras veces, vagas, indecisas, flotantes como los sueños de la noche.

De aquí proceden las innumerables ilusiones de que la imaginación hace víctima al hombre. Por admirable que sea en su mecanismo y en sus pinturas, la imaginación es también para el hombre una fuente perpetua de errores. Pero nótese bien: no porque ella traicione  jamás a la verdad, toda vez que las imágenes que presenta existen y son siempre verdaderas  en cuanto  imágenes, sino porque el hombre se engaña a sí mismo por un juicio erróneo, ya sea 

(47) Cf. Gen.37,7.
(48) Cf. Gen 49,1S.
(49) Cf. 1 Rey c-3; Dan 1.
(50) Cf. Apoc 1,9-11
(51) Seguimos citando a RIBET, o.c.,t.4 c.4.
(52) Cf. GREDT, o.c., t.1 n.492 al 504.

verdad, toda vez que las imágenes que presenta existen y son siempre verdaderas en cuanto  imágenes, sino porque el hombre se engaña a sí mismo por un juicio erróneo, ya sea transformando esas imágenes en objetos reales, ya refiriéndolas a una causa exterior gratuita o falsamente supuesta. La imaginación presenta una imagen y el hombre la convierte en realidad; el error no está en la imaginación, sino en el juicio que le sigue (53)

Por consiguiente, no es lícito llamar a la imaginación “la loca de la casa”; la locura está en el que afirma lo que no ve o más de lo que ve; no en la facultad, que se limita a presentar la realidad de la imagen tal como es en sí misma.

De todas formas es inmenso el poder de la imaginación para turbar el juicio del entendimiento más sereno y equilibrado. Es preciso reconocer que a ella se deben la mayor parte de las ilusiones místicas puramente naturales. Al estudiar los fenómenos místicos en particular hablaremos largamente del papel que la imaginación puede desempeñar en cada uno de ellos. Pero ya en términos generales, vamos a establecer desde ahora dos principios de importancia capital para saber hasta dónde puede llegar la imaginación y cuáles son las fronteras que no le es permitido traspasar. Helos aquí con toda claridad y precisión.

a)              La  imaginación no crea nada.—Lo que se ha convenido en llamar “creaciones de la fantasía” no son creaciones propiamente tales; son simples combinaciones de imágenes ya adquiridas anteriormente.  Según los principios de la filosofía aristotélico-tomista, los oficios de la imaginación son únicamente estos tres: a) recibir las percepciones del sentido común y retenerlas en ausencia de los sensibles;  b) evocarlas y reproducirlas;  c) unirlas entre si y con la sensación del sentido externo y del sentido común, con lo cual convierte la simple sensación  en percepción.  La fantasía recibe sus objetos de los sentidos externos mediante el sentido común.  Nada hay ni puede haber “naturalmente” en la fantasía que no estuviera antes de algún modo en el sentido externo: “nihil est in phantasia, quod prius aliquo modo non fuit in sensu externos” (54).

Por consiguiente, por viva y poderosa que la supongamos, la imaginación encuentra límites —ya en el mismo campo puramente natural— que no le es posible franquear. El círculo de su acción es limitado. Recibe los materiales que le llegan de los sentidos externos a través del sentido común, se apodera de ellos, los conserva, los aproxima y combina según las leyes de la asociación, que no son conocidas todavía sino de una manera muy imperfecta; fabrica con ella escenas, cuadros tristes o alegres, ordenados o confusos, que tienen siempre por punto de partida un objeto que nosotros hemos visto o percibido por los sentidos externos y que se con funden con el recuerdo.

Pero jamás tiene el poder de crear esos materiales. La imaginación nada sabe fuera de lo que ha percibido por el mundo de los sentidos.

         Esto quiere decir que cuando nos encontremos, v.gr., con un sujeto que hable o escriba correctamente idiomas extranjeros sin haberlos jamás aprendido, sin haberlos oído pronunciar nunca o sin conocer siquiera los caracteres gráficos con que se representan en la escritura, hay que concluir inmediatamente que aquello no puede ser el resultado de un impulso de la imaginación.



(53) Esto no es sino una aplicación de aquella doctrina aristotélico-tomista que pone la verdad o falsedad en el juicio del entendimiento, jamás en la simple aprehensión. Cf. GREDT, o.c., t.1 n.27.
(54) Cf. GREDT, o.c., t.1 n.497



Estamos en presencia de un fenómeno que rebasa manifiestamente las fuerzas naturales de la imaginación. El fenómeno será sobrenatural o preternatural: habrá que estudiarlo en cada caso; pero, desde luego, puede afirmarse, sin ningún género de duda, que de la simple imaginación no puede ser.

b)           La imaginación no puede derogar las leyes de la naturaleza—Las curaciones súbitas de heridas exteriores notables, de lesiones profundas, de llagas inveteradas, de mutilaciones; en una palabra, todas las restauraciones orgánicas (instantáneas o no) para cuya explicación satisfactoria no basten las fuerzas reparadoras de la naturaleza, acusan la presencia de una causa superior y no pueden en modo alguno atribuirse a la imaginación.
Por ahora basten estos dos principios. Al estudiar los fenómenos en particular, insistiremos en el papel que en cada uno de ellos podría desempeñar la imaginación. En la mayoría de los casos, no bastará una sencilla aplicación de los principios que acabamos de sentar para pronunciar nuestra sentencia con todas las garantías de seguridad y acierto.

 3. ª   Los Estados Depresivos del Espíritu—Bajo este título, un poco amorfo e inconcreto, queremos recoger ciertas irregularidades del espíritu que no encajarían bien en ninguna de las otras divisiones que hemos establecido para el estudio de las causas naturales de los fenómenos aparentemente místicos. Estos estados depresivos del espíritu podemos reducirlos a tres: a)  el trabajo intelectual absorbente;  b) la meditación religiosa mal regulada, y  c) las austeridades excesivas. Digamos algo de cada uno de ellos en particular (55).

a)           El trabajo intelectual absorbente. —Es cosa del todo averiguada que el trabajo intelectual llevado hasta el exceso hace perder la noción de las cosas exteriores y fija a veces el espíritu en una especie de inmovilidad rayana en la enajenación. Platón dice de sí mismo que se absorbía de tal forma en sus contemplaciones filosóficas, que llegaba a veces, a perder el uso de sus sentidos externos (56). Lo mismo se cuenta de Sócrates, Carnéades, Plotino, Jámblico y otros muchos sabios de la antigüedad. Es célebre el caso de Arquímedes, cuyo poder de abstracción era tan enorme que le tornaba incapaz de atender a otra cosa que a sus problemas y preocupaciones; y esta abstracción fue la causa de su muerte. Es también famoso el caso de Santo Tomás de Aquino golpeando, abstraído, la mesa del rey de Francia al encontrar, de pronto, la solución a un difícil problema que le tenía preocupado. De nuestro insigne Ramón y Cajal hemos oído contar que el mismo día en que debía contraer matrimonio una de sus hijas, se levantó por la mañana a la hora acostumbrada y se disponía ya a salir de casa para dirigirse a su laboratorio, completamente olvidado del fausto acontecimiento familiar.

La suspensión admirativa es todavía más común entre los artistas que entre los sabios y filósofos. Y, entre todas las artes, la música es la más eficaz para transportar el espíritu y hacerle caer en una especie de enajenación extática.

b)      La meditación religiosa mal regulada.—La absorción del espíritu en una meditación religiosa excesivamente intensa y prolongada podría producir también ciertos estados morbosos parecidos a los contemplativos. Los objetos espirituales sobre los que se fija la mirada interior pueden aparecer como imágenes sensibles, vivas, impresionantes, que se tomarán por realidades o tal vez por manifestaciones de seres misteriosos de ultratumba. Unos creen ver visiones celestiales, otros contemplan horrorizados al demonio, no faltan quienes llegan a ver cara a cara la misma esencia divina y otras muchas cosas tan estupendas y peregrinas como ----


(55) Cf. RIBET, o.c., t.4 c.7.
(56) Cf. PLATÓN. De convivio, hacia el fin.


éstas. Santa Teresa dice que este abuso de fijeza y concentración en la oración se encuentra con bastante frecuencia entre las mujeres; y lo juzga tan pernicioso, que propone, si los otros procedimientos resultan ineficaces, disminuir y aun prohibir a estas personas temporalmente el ejercicio de la misma oración (57).

c)    Las austeridades excesivas.—Llevadas el exceso y quebrantando las fuerzas corporales, las austeridades indiscretas exponen también a los extravíos de espíritu, transformando los sueños de la imaginación en favores divinos o en asaltos diabólicos. Los maestros de la vida espiritual están unánimes en hacer esta observación. Una larga inanición –afirma el cardenal Bona (58), los ayunos frecuentes y las vigilias inmoderadas consumen el cerebro y excitan en él vanas y confusas representaciones, a las que el alma ilusionada se adhiere obstinadamente como a revelaciones divinas. Santa Teresa cuenta que no pudo curar a una religiosa de semejantes ilusiones sino aconsejando a su confesor “que la quitase los ayunos y disciplinas y la hiciese divertir”(59).
Criterios de distinción. —Es preciso, pues señalar las diferencias que distinguen y separan las excentricidades de la naturaleza sobrecargada de trabajo o extenuada por la debilidad de los hechos verdaderamente sobrenaturales de trabajo o extenuada por la debilidad de los hechos verdaderamente sobrenaturales. He aquí algunas de las principales reglas prácticas:
1.ª     En principio, se debe  atribuir  a  la simple naturaleza todo lo que sea capaz de realizar por sí misma; y solamente en el caso de que su insuficiencia  sea  notoria  para  explicar el   fenómeno, recurrir a lo sobrenatural o preternatural. Ante una absorción mental que, aun llegada a la enajenación de los sentidos, pueda explicarse naturalmente, no podemos concluir a priori que estamos en presencia de un éxtasis místico.
2.ª      La manera con que se produce esta absorción y, mejor aún, lo que de ella se sigue nos dará la clave para distinguirla del verdadero éxtasis místico.  La mejor regla para el discernimiento de las verdaderas gracias  místicas será siempre la que Cristo nos dejó en el Evangelio: <Por sus frutos los conoceréis> (60).
3.ª La suspensión que proviene de la naturaleza abate y enerva las fuerzas corporales; la sobrenatural, por el contrario, reanima las fuerzas y parece comunicar al organismo algo de la robustez y energía del alma.
             Ya veremos más adelante, al estudiar los fenómenos en particular, las demás reglas especiales que habrán de tenerse en cuenta en cada caso.
4.ª  Las enfermedades (61). —He aquí otra fuente inexhausta de fenómenos naturales que pueden presentar analogías y semejanzas con los de orden místico. Pero es preciso; en esto como en todo, guardar el equilibrio mental para caminar siempre por la vía media de la verdad, apartada por igual de los dos extremos viciosos que hemos señalado más arriba: la excesiva credulidad del público sencillo y devoto y la hipercrítica racionalista.
             Desgraciadamente, el campo de la medicina ha sido invadido por el racionalismo en casi todas las naciones del mundo. Con un aire de suficiencia y superioridad en el que va implícito un gran orgullo y desprecio de lo sobrenatural, la turbamulta de los sedicentes depositarios del patrimonio científico contemporáneo frente al oscurantismo medieval, niegan en nombre de la ciencia todo lo que pueda trascender los límites de una explicación puramente natural. “Lo sobrenatural –afirman- es una quimera y una imposibilidad. Dios -si es que lo hay-no puede derogar las leyes de la naturaleza; el  demonio —si es que existe— no tiene nada - - -

57) SANTA TERESA, Fundaciones c.7 n.9; Moradas sextas 3,3.
(58) CARDENAL BONA, De disco, spir, c.20 III,3.
(59) SANTA TERESA, Fundaciones c.6 n.14.
(60) Mt. 7,16
(61) Cf. RIBET, o.c., t.4 c.8 n.I.
que ver con las cosas humanas. Los llamados “milagros” no son sino anomalías, extravíos aparentes de las leyes de la naturaleza, cuyo conocimiento y dominio poseemos todavía muy imperfectamente; los visionarios son simples alucinados; los extáticos, pobres catalépticos, histéricos o letárgicos; los obsesos y posesos son los hipocondríacos y los locos; y la estigmatización no es sino un género especial de neuropatía perfectamente clasificada: la neuropatía estigmática”.
             Ignorancia o mala fe sería desconocer o negar que el desequilibrio orgánico producido por ciertas enfermedades—mentales y nerviosas sobre todo—pueden presentar analogías y semejanzas con ciertos fenómenos místicos. ¿Pero será preciso acudir a los modernos laboratorios de psiquiatría o a los sanatorios de anormales para explicar a San Pedro de Alcántara, a San Juan de la Cruz, a San Felipe Neri, a San Francisco de Asís, al evangelista San  Juan, a San Pedro y San Pablo, y a todos los profetas que han recibido los favores divinos de la contemplación y del éxtasis? ¿Habrá que recurrir a la histeria para comprender a Santa Teresa, a Santa Catalina de Siena, a Santa Magdalena de Pazzis, a Santa Inés, a Santa Lucía, a esas legiones de vírgenes que el Salvador ha inundado de luz y embriagado de su amor?  Y cuando Cristo Redentor expulsa a los demonios del cuerpo de los posesos, cuando les increpa públicamente o cuando la Santa Iglesia pronuncia sobre ellos sus exorcismos ¿habremos de pensar en una comedia o impostura para explicar esos hechos?
     Ni tienen derecho los médicos racionalistas a increpar a los teólogos por <atreverse a invadir el campo de la medicina, que nos pertenece exclusivamente a nosotros>. ¡Bien que han invadido ellos el campo de la Teología, que debiera ser coto cerrado por su desconocimiento total de la materia!
      Este es el estado de la cuestión en lo referente a esta clase de fenómenos que podrían ser atribuidos a desequilibrios patológicos. Por ahora bástenos esto. Al estudiar los fenómenos en particular, examinaremos con serena imparcialidad lo que haya de verdad en todo esto.

(Continuará en: LO DIABÓLICO)